REGISTROS, ISSN 2250-8112, Vol. 21 (2) julio-diciembre 2025: 10-27 -

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La ciudad vertical desde abajo

Un análisis relacional entre construcción en altura, subterráneos y movilidad

The Vertical City from Below: A Relational Analysis of High-Rise Buildings, Subterranean Spaces, and Mobility

 

Dhan Zunino Singh

Instituto de Estudios sobre la Ciencia y la Tecnología (IESCT), Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Universidad Nacional de Quilmes, Argentina.

Resumen

Este artículo propone una lectura relacional de la verticalización urbana moderna a partir de las conexiones entre edificación en altura, infraestructuras subterráneas y circulación. A través del análisis de imágenes, planes y concepciones del urbanismo moderno, se examinan los espacios y artefactos técnicos que articulan una idea de “urbanismo vertical” donde movilidad y estratificación espacial se expresan tanto en superficie como en profundidad. A partir del concepto de circulación como principio ordenador de la ciudad moderna, se exploran los imaginarios y tecnologías que hicieron posible la expansión tridimensional del espacio urbano. El artículo propone considerar el concepto de urbanismo vertical como herramienta para incluir y analizar la ciudad vertical no solo en su crecimiento en altura, sino también en su desarrollo subterráneo.

Palabras clave: movilidad, urbanismo vertical, subterráneo, segregación

Abstract

This article offers a relational reading of modern urban verticalization by exploring the links between high-rise buildings, subterranean infrastructures, and circulation. Through the analysis of images, plans, and ideas from modern urbanism, it examines spaces and technical artifacts that shape a notion of “vertical urbanism” in which mobility and spatial stratification unfold both above and below ground. Using the concept of circulation as an organizing principle of the modern city, the article explores the imaginaries and technologies that enabled the three-dimensional expansion of urban space. It proposes the concept of vertical urbanism as a tool to include and analyze the vertical city not only in its upward growth, but also in its subterranean development.

Keywords: mobility, vertical urbanism, underground, segregation

 

Introducción

El proceso de modernización y metropolización de Buenos Aires, en las primeras décadas del siglo XX, incluyó no solo un crecimiento en altura con los primeros rascacielos de Latinoamérica sino la adopción de adelantos técnicos relacionados con la movilidad como el subterráneo, la escalera eléctrica o el ascensor. Como apreciaba el escritor Alberto Gerchunoff en su “Buenos Aires, la metrópolis de mañana” (1929), parecía haber una correspondencia entre el crecimiento vertical de la ciudad y la velocidad de los flujos:

La ciudad de la calle Callao no será la ciudad de cien años después. Habrá volado hacia la altura, al extremo de parecer, un monumento de Pórtland de ahora, lo que semeja al lado de su mole gris la casita chata, que persiste en su pequeñez obscura desde 1880. Más universalizada, más electrizada por las fuerzas múltiples, desembocarán en su inmenso perímetro las caudalosas actividades de los continentes y bajo el suelo, sobre el estuario y bajo el cielo, los instrumentos, monstruosos y ágiles de movilidad correrán en un ritmo incesante y brutal. ¿Qué será, por lo tanto, el Buenos Aires vertical, reemplazante del Buenos Aires horizontal? (Gerchunoff, 1929, s/p)

En esta imagen que construye Gerchunoff, la metrópolis del mañana no solo parece configurarse a través de una arquitectura en altura sino una “arquitectura de la prisa” (Mckintosh, Dennis y Holdsworth, 2018), que encontrará en el subsuelo de la ciudad un espacio de circulación sin las fricciones de la calle. En otro escritor argentino, Ezequiel Martínez Estrada (1968 [1940]), podemos identificar cómo la velocidad se había convertido en el ritmo que distinguía a la Buenos Aires moderna. Si bien, la Cabeza de Goliat hace referencia a la extensión horizontal de la ciudad, Martínez Estrada nos dice que dicha expansión urbana ya no era suficiente para contener la aceleración de diferentes flujos urbanos y por ello la urbe se extendía también bajo tierra, como una “válvula de escape”, a través de trenes subterráneos, cables telefónicos y eléctricos, tubos de correos neumáticos y cañerías que conformaban el “sistema circulatorio y simpático” de la metrópolis (p. 24).

En investigaciones previas sobre movilidad urbana entre 1880 y 1950, encontramos la relación entre aceleración y conducción de los flujos a través de infraestructuras subterráneas y elevadas produciendo un efecto de verticalización urbana.1 Encontramos, también, tanto en la imaginación popular como en la imaginación técnica, una correspondencia entre la segregación vertical del tráfico urbano con la construcción de edificios en altura. Ambas formaban parte de una imagen de Progreso y ciudad futura (Zunino Singh, 2015). En el marco del dossier sobre “Procesos de verticalización en América Latina: ciudad, ocio y domesticidad”, este artículo busca ampliar, desde la historia cultural de la movilidad urbana, la noción de ciudad vertical, la cual se encuentra fuertemente anclada en el análisis de la construcción en altura y los rascacielos.2

Lejos de entender el crecimiento en altura de la ciudad, y su conquista del espacio aéreo, por un lado, y los espacios subterráneos de circulación por otro, este artículo propone un análisis relacional para comprenderlos como parte de un mismo proceso de verticalización urbana. Para la construcción del argumento, revisaremos un corpus de imágenes, discursos y dispositivos técnicos que articulan la urbanización del subsuelo con la construcción en altura. Dicha expansión tridimensional será abordada desde la noción de “urbanismo vertical”, proveniente de la geografía (Graham, 2016; Harris, 2014), que introduciremos para ponerla en diálogo con la historia de la arquitectura y el urbanismo. Asimismo, desde la perspectiva de la movilidad, abordamos el urbanismo vertical a través de un análisis sobre la circulación urbana, comprendida como un principio ordenador de la ciudad moderna que produce layers o capas de estratificación y segregación fuertemente ligados a la expansión tridimensional del espacio urbano.

En primer lugar, se introduce el concepto de “urbanismo vertical” para comprender relacionalmente la construcción en altura, y la ocupación del espacio aéreo, con la urbanización del subsuelo. En segundo término, desde una perspectiva histórico cultural, se aborda de modo más descriptivo la verticalidad y la movilidad a través de los imaginarios técnicos de la “ciudad futura” para identificar sus relaciones y formas de estratificación. Luego, se analiza la verticalidad, y especialmente el crecimiento en altura, desde una perspectiva móvil a partir del rol crucial que cumple el ascensor como artefacto de movilidad encapsulada y conector entre el arriba y el abajo. Finalmente, se profundiza en el concepto de circulación para comprenderlo como principio organizador de la ciudad moderna que ha alentado la estratificación vertical del espacio, introduciendo una perspectiva de movilidad a la idea de urbanismo vertical.

 

Urbanismo vertical

El “urbanismo vertical” es un concepto desarrollado recientemente desde la geografía crítica (Harris, 2014; Graham, 2016; Graham y Hewitt, 2013), que aborda la extensión extraordinaria del espacio urbano construido, tanto hacia arriba (edificios, infraestructuras aéreas) como hacia abajo (sótanos, subterráneos, sistemas de alcantarillado), trascendiendo la tradicional visión ‘plana’ de la geografía urbana. Esto implica una mirada tridimensional del espacio, que incluye la consideración sistemática de la altura, la profundidad y la densidad. Según los autores, se requiere un enfoque “volumétrico” que integre las dimensiones horizontal y vertical en la investigación.

En su análisis de la verticalidad urbana, Andrew Harris (2014) introduce una distinción conceptual entre lo topográfico y lo topológico. Lo topográfico remite a una comprensión clásica del espacio como extensión medible, donde la ciudad se representa mediante alturas, niveles y cortes. En este enfoque, la verticalidad aparece como una diferencia física entre el arriba y el abajo, expresada en pisos, torres o capas subterráneas. Esta visión ha dominado históricamente la representación técnica y arquitectónica del espacio urbano. En cambio, la noción de topología permite pensar el espacio en términos de relaciones, conexiones y accesibilidad, más allá de la distancia o el nivel. Un túnel, una escalera o un ascensor pueden acercar puntos separados topográficamente, generando cercanías funcionales o exclusiones según quién accede y cómo. La ciudad vertical, entonces, no se define solo por su forma construida, sino por los modos en que sus dimensiones se conectan o se disocian en la práctica. Esta distinción es fundamental para pensar una geografía urbana que contemple tanto la materialidad como las desigualdades del espacio tridimensional.

La “ciudad tridimensional” (Harris, 2014), por tanto, requiere que la arquitectura elevada y las infraestructuras subterráneas no sean pensadas como meros añadidos técnicos, sino como dimensiones constitutivas del habitar. Su crítica se dirige a una tradición geográfica que ha privilegiado el análisis horizontal de redes, calles y barrios, desatendiendo las formas en que la ciudad se estratifica en capas, se densifica en altura o se excava en profundidad. Lejos de una mirada puramente arquitectónica, se sugiere leer la verticalidad como una forma espacial de relación social: desde la localización de las elites en pisos altos hasta los desplazamientos cotidianos por escaleras, ascensores o túneles, la altura y la profundidad están cargadas de significación y desigualdad.

Stephen Graham (2016), por su parte, ha planteado la verticalidad como eje organizador del poder en la ciudad global. En Vertical, su recorrido por los espacios aéreos, orbitales, subterráneos y bunkerizados revela cómo la verticalización no es simplemente un resultado del crecimiento urbano, sino una estrategia de control, fragmentación y jerarquización. Desde los satélites y drones que operan desde lo alto, hasta los refugios blindados que se excavan bajo tierra, Graham muestra que el eje vertical es utilizado para separar cuerpos, gestionar riesgos y encapsular privilegios. El urbanismo vertical de Andrew Harris propone no solo observar las cuestiones de violencia, seguridad o segregación que aborda Graham y otros (Weizman, 2007), sino abarcar una diversidad de formas y experiencias espaciales que son fundamentales para comprender la complejidad de las ciudades tridimensionales.

Si bien el análisis de Stephen Graham (2016) se orienta hacia una lectura geopolítica y tecnológica de la verticalidad urbana, su trabajo entra en resonancia con ciertas ideas filosóficas contemporáneas, especialmente con la noción de atmósferas técnicas formulada por Peter Sloterdijk. En su trilogía Esferas III, Sloterdijk (2006) concibe el espacio moderno como un proceso de esferificación artificial: la producción de entornos controlados, presurizados y separados del exterior, donde la vida es posible solo bajo condiciones técnicas específicas. Graham retoma tangencialmente esta idea al analizar infraestructuras como torres corporativas, aviones, refugios blindados o estaciones orbitales, todos ellos ejemplos de espacios verticales encapsulados, que aíslan a ciertos cuerpos y flujos del entorno urbano general. La ciudad vertical, en esta clave, no es solo una superposición de niveles arquitectónicos, sino una arquitectura de la selección: una forma de segmentar el espacio y la atmósfera para habilitar zonas de inmunidad, confort o vigilancia, separadas de la intemperie, del riesgo o del contacto con lo social. En estos espacios, la atmósfera no es dada, sino diseñada; el aire, la visibilidad y el silencio son producidos por dispositivos técnicos que actualizan –en vertical– la vieja promesa moderna del interior protegido. Sin embargo, tal como advierte Andrew Harris (2014), hay un riesgo en adoptar sin mediaciones esta visión del urbanismo como una lógica universal de encapsulación. Sloterdijk y Graham coinciden en señalar una condición contemporánea de separación técnica, pero Harris llama la atención sobre la necesidad de no absolutizar estos modelos, especialmente cuando derivan de contextos extremos o excepcionales. En lugar de asumir la verticalidad como una condición atmosférica globalizada, propone atender también a sus formas locales, ordinarias y materiales, en las que el ascenso, el descenso o la estratificación operan como prácticas situadas y encarnadas.

Harris también advierte que gran parte del pensamiento actual sobre la verticalidad urbana –incluido el propio Graham– ha sido fuertemente influenciado por el trabajo de Eyal Weizman, especialmente por su análisis del urbanismo militar israelí en los territorios ocupados. Si bien Weizman (2007) ofrece una lectura crítica, precisa y reveladora del uso del espacio tridimensional como herramienta de dominación colonial, Harris señala que la extrapolación de ese caso hacia otros contextos urbanos puede ser problemática, en tanto corre el riesgo de reificar la verticalidad como un dispositivo omnipresente de poder, descontextualizado y espectacular. Aunque reconoce la importancia de estas perspectivas críticas, sugiere metodologías “polivocales” que involucren a residentes, ocupantes y entusiastas, no solo a arquitectos y planificadores, para comprender cómo se generan y negocian los significados de los edificios verticales a través de sus ideas y memorias (Harris, 2014, p. 9). El objetivo es abrir un mundo más amplio de “urbanismos verticales más ordinarios” que no se limiten únicamente a contextos de seguridad, secesión y control como el búnker, el dron o el satélite (Harris, 2014, p. 2). Atender a las formas ordinarias y encarnadas de la verticalidad cotidiana como ascensores sobrepoblados, pendientes intransitables, escaleras inaccesibles, metros abarrotados: todos estos elementos configuran una experiencia vertical del espacio que es profundamente política, pero menos espectacular y, por lo mismo, más difícil de teorizar.

En sintonía con esta perspectiva, pero desde un anclaje histórico y material de la verticalidad, en los siguientes apartados desplazaremos el análisis hacia el largo siglo XIX y la modernidad técnica. Más que como una condición reciente, consideramos que la verticalidad urbana puede leerse como un dispositivo moderno de ordenamiento espacial que nace en el modo de concebir el espacio urbano, una racionalización del mismo que se articula en capas y que produce nuevas formas de encapsulamiento. La ciudad vertical no es solo una ciudad de torres y drones, sino también de túneles, sótanos, mecanismos de elevación y pasajes que desde el siglo XIX ya proyectaban una urbanización tecnificada del arriba y el abajo, espacios estratificados, jerárquicos y muchas veces invisibilizados. En estos casos, la movilidad vertical no solo organiza flujos –ascenso, descenso, penetración–, sino que encarna una lógica moderna de eficiencia, visibilidad y control. El subsuelo, lejos de ser un espacio residual o marginal, se convierte así en lugar de condensación técnica, política e imaginaria, articulado con la superficie en una nueva topología de la ciudad moderna.

Imágenes de la verticalidad y movilidad (aérea y subterránea)

Una imagen utópica del urbanismo moderno, como la producida por el arquitecto francés Eugène Hénard, para su Rue Future (1910), nos muestra, con un corte transversal, la relación entre la calle y la edificación en altura. En la imagen, la arquitectura deja paso al backstage infraestructural mostrando la importancia de la circulación de diferentes tipos de flujos para la vida urbana, con conductos y artefactos móviles bajo tierra, pero también insertos en los edificios, hasta llegar a sus terrazas, y el uso del espacio aéreo (Figura 1). Podemos identificar aquí: transportes horizontales circulando en la calle, estacionados en el edificio, y en túneles, así como transportes verticales (ascensor y “helicóptero”). Un verdadero sistema circulatorio que incluye flujos de agua, aire, de energía como el carbón, pero también de personas (con tranvías, metro y automóviles), articulado en la arquitectura vertical, generando un continuo entre espacio de la calle y del edificio, entre lo público y lo privado.

La idea de Hénard continúa en la verticalización imaginada por Le Corbusier en su proyecto Ville Radieuse (1932), donde podemos ver epitomizada la relación entre los altos e inmensos edificios con la extensión de grandes vías de circulación rápida (Figura 2) o en la ciudad del futuro (Futurama) del diseñador norteamericano Norman Geddes (1939), creada para la General Motors durante la Exhibición Mundial de Nueva York (Figura 3). Este último, epítome de la autopista como “contenedor” del flujo automotor y la ciudad un “sistema de flujos” jerarquizado y especializado no solo en funciones sino en tipos diferentes de movilidad, representado en la separación de máquinas y personas en multiniveles de circulación (Canna, 2016)

Entrado el siglo XX, junto a las innovaciones de la electricidad, dos tecnologías de transporte como el automóvil y el avión comienzan a modificar el paisaje urbano al tiempo que la circulación se acelera. Las vías rápidas para el automóvil, como los aeropuertos, serán dominantes, a la par de una mayor (en tamaño y altura) verticalización. En los dibujos de Le Corbusier sobre un posible plan para Buenos Aires, los trenes, por ejemplo, han sido ubicados bajo tierra para liberar las calles para los autos y en el cielo circulan los aviones, y sobre el río se ubica un aeropuerto.

 

 

Figura 1. Hénard, E. (1911). Rue Future. The American City, 4(1), 29.

 

Figura 2. Vista del proyecto de Le Corbusier (1932). Ville Radieuse, élements d'une doctrine d'urbanisme pour l'equipment de la civilisation machiniste. Editons de L'Architecture D'Aujourd'hui.

 

Figura 3. Imagen de las calles de la ciudad del mañana de Futurama. Geddes, N. (1939). Magic Motorways. Randmon House.

 

Estas visiones vanguardistas tienen correspondencia con imágenes utópicas de la metrópolis moderna o la ciudad del futuro concebidas en desde fines del XIX. Aquellas no solo están compuestas de rascacielos o torres sino de un denso y abrumante tráfico –alegoría de la marcha progreso, de la vitalidad de la metrópolis. Koolhaas (1994), en su Delirious New York, ha recuperado estas imágenes de ciudades verticales que veremos luego epitomizada en la película Metropolis de Fritz Lang (1927). Dependiendo los casos, aquella imaginación de una movilidad acelerada se compone de transportes ya utilizados en la vida urbana como los trenes y tranvías, incluso, en algunos casos aún hay carros tirados por caballos, pero también aparecen automóviles y aviones, y otras aeronaves. Esta imagen de ciudad vertical aparece en las representaciones sobre el futuro Buenos Aires, producidas alrededor del centenario de la República en 1910, que Margarita Gutman (2006) ha analizado profusamente. Aquellas representaciones circularon principalmente a través de las revistas ilustradas y populares, y que en su mayoría eran citas o copias de imágenes producidas para representar Nueva York o las metrópolis del futuro en general. Algunas iban acompañadas de textos irónicos, o no, con profecías sobre la evolución de la urbanización. Otras, eran abiertamente humorísticas. Como hemos señalado (Zunino Singh, 2015), en una crítica a la lectura descriptiva de Gutman, la movilidad horizontal en esas imágenes responde a una concepción verticalista de la ciudad: es decir, de una movilidad contenida, dirigida, o conducida ordenadamente por layers de segregación.

Es que, como analizaremos en el apartado final, el arquetipo de la ciudad futura concebida por Hénard, no solo muestra la importancia de los flujos en la producción del espacio urbano moderno sino su distribución espacial en capas o layers. Podemos ver en Le Corbusier o Geddes la permanente intención de separar peatones de tráfico vehicular, lo que significa una “espacialización y especialización” de la circulación (López, 2018). Si nos concentramos en una de las grandes preocupaciones del urbanismo moderno como el tráfico urbano, la segregación entre diferentes modos de transporte aparece tempranamente como herramienta para solucionar el problema del tráfico. Si bien, el principio de las “lanes” es una forma de separar modos de transporte en la calle, la mejor forma de garantizar la segregación fue la verticalización: canalizando el flujo a través de infraestructuras sobre o debajo de la superficie.

Además, la ciudad vertical aquí representada depende fundamentalmente de los elevadores, escaleras mecánicas y pasarelas elevadas (skywalks) para la movilidad (Graham, 2016). Estos sistemas buscan una circulación segregada verticalmente, separando a peatones y vehículos en diferentes niveles, tal como propuso Antonio Sant' Elia con su visión de una “Ciudad Nueva” de edificios conectados por pasarelas y escaleras rápidas para elevar la vida urbana por encima del suelo “opresivo y contaminado” (Graham, 2016, p.199). Las propuestas para un sistema ferroviario subterráneo en París a mediados del siglo XIX son un ejemplo claro de cómo la circulación se concibió por debajo de la superficie. Ingenieros como Horeau y Kerizouet vieron en estos sistemas una solución para la entrega de mercancías, el flujo peatonal y el control social, buscando conectar distintas partes de la ciudad y aliviar la congestión (Papayanis, 2004, p. 210). La idea era crear un “doble sistema de circulación”, uno a nivel de calle y otro subterráneo (Papayanis, 2004, p. 212).

En Boston, primera ciudad norteamericana en implementar un subterráneo para tranvías en 1896, entre los primeros planes para canalizar el flujo de los tranvías eléctricos en el centro de la ciudad se proponía la creación de una thoroughfare pero las autoridades se inclinarán por proyectos más ambiciosos de vías elevadas y túneles (Zunino Singh, 2020). Mas recientemente, con el Big Dig, en esta misma ciudad, algunas autopistas elevadas fueron soterradas. Estas intervenciones no cambian la lógica de segregación vertical. En efecto, la creación de los subways norteamericanos a principios del siglo XX fueron de la mano a la crítica a los trenes elevados que, por razones de higiene y estética, dejaron de ser una solución técnica deseable; aunque, como vimos, sí estaban la imaginación popular y técnica de las representaciones sobre la ciudad futura.

Con la implementación de los trenes subterráneos, y especialmente cuando las líneas de una red se cruzan creando un hub, se crean espacios de varias capas o niveles subterráneos. Hacia 1890, el subterráneo de Londres, con el Tube, construyó los túneles a varios metros bajo tierra, obligando al uso de ascensores y, en 1911, largas escaleras mecánicas. En contraste con este modelo, muchas ciudades decidieron realizar subterráneos de poca profundidad con fácil acceso a la calle. Pero al superponerse diferentes líneas y, a veces, obligados por razones pragmáticas como pasar debajo de un río, los túneles fueron cada vez más profundos generando espacios intermedios como mezanines o galerías, sumado a los pasillos para combinar entre líneas. En resumen, un nuevo espacio verticalizado se extiende bajo tierra.

Estos espacios de circulación subterránea, que pueden ser una alegoría de un “hormiguero”, se convierten en una extensión de la ciudad bajo tierra. Un corte transversal de subterráneo londinense en Picadilly Circus como los de Douglas McPherson (Figura 4) –similares a los de la Línea 8 del Mètro bajo La Opera de París o Grand Central en Nueva York–, nos muestra aquellos espacios de circulación subterránea como hazaña de la ingeniería moderna pero también de la ciudad que se transita y no se ve.

No solo circulan trenes sino personas que caminan y esperan. Son galerías pensadas como espacio de consumo, por ejemplo. Junto a la publicidad que se vuelve casi ubicua, kioscos y lugares para comer se instalan allí.

 

Figura 4. D. McPherson. Picadilly Circus, Tube Station, London Underground. The Illustrated London news, 15 de septiembre de 1928, p. 1145.

Figura 5. Corte de sección de la Av. Diagonal Norte, Línea D del Subte de Buenos Aires. Folleto de la CHADOPYF (1937).

La imagen del “hormiguero” también la vemos en Buenos Aires, en una publicidad de la Compañía Hispano-Argentina de Obras Públicas y Finanzas (CHADOPYF) de 1937, una de las empresas del subterráneo de Buenos Aires, donde resalta el nodo formado por las líneas C y D cerca del Obelisco (Figura 5). No solo grafica la superposición de túneles como una ciudad que se verticaliza sino la conexión a través de pasajes subterráneos. Pero quizás lo más interesante es cómo se representa la ‘vida’ subterránea a través del juego de luces y sombras y del flujo de pasajeros y trenes. La imagen está compuesta por un corte de perfil de la Diagonal Norte donde se puede ver la superficie y el subsuelo de la avenida. Tanto arriba como abajo, las luces y el movimiento forman un continuo (de vida urbana).

Otra publicidad de CHADOPYF de 1935 toma a los layers de circulación como índice de progreso o indicador de ser una metrópolis moderna. Señala los cinco niveles de circulación de Nueva York como parámetro, y resalta cómo gracias a las obras del subte de la CHADOPYF ahora Buenos Aires cuenta con “cuatro niveles” de circulación (Figura 6).

Figura 6 Comparación de los niveles de circulación de Buenos Aires y Nueva York. Folleto de la CHADOPYF (1935).

Como señala Rosalind Williams (2008), Lewis Mumford decía que existe una enorme ciudad debajo de la ciudad que vemos y que la sostiene. Este gran espacio subterráneo es infraestructural en todo sentido del término: porque está ‘debajo de’ pero también porque sostiene, soporta y hace posible la vida urbana. Estos sistemas o redes de infraestructura, dedicadas en su mayoría a la canalización de diferentes tipos de flujos, son una forma de racionalización, conquista, subordinación y transformación del subsuelo de la ciudad (de espacio orgánico a inorgánico). David Pike (2005), en su historia cultural del espacio subterráneo, señala que estos espacios modernos bajo tierra constituyen un “espacio inorgánico” en contraposición con el subsuelo (orgánico) pero también con anteriores usos históricos del subsuelo como las catacumbas o las tumbas, o con representaciones atávicas que lo asocian con el hábitat de ciertos animales, los muertos, o el Infierno. Por el contrario, el espacio artificial, seguro, iluminado (especialmente por la luz eléctrica), higiénico constituye un orden que expresa antes que una mirada “desde abajo”, como las representaciones atávicas, una mirada “desde arriba” a la que Pike llama la ciudad vertical. La verticalidad en tanto expresión del espacio abstracto de la modernidad, en términos de Lefebvre (1991), se materializa tanto arriba como debajo de la superficie.

Circulación vertical: el ascensor

El subterráneo inorgánico que analiza David Pike (2005), no solo dio lugar a una nueva forma de imaginar y habitar la ciudad basada en una mirada vertical, sino a la experiencia de una de movilidad controlada o encapsulada. La “movilidad encapsulada” que analiza Pike en los transportes subterráneos tiene su correspondencia en uno de los conectores por excelencia entre el crecimiento hacia arriba y hacia debajo de la ciudad: los ascensores. El ascensor ocupa un lugar privilegiado en este entramado técnico y simbólico de la ciudad vertical (Graham 2016). No sólo hace posible la verticalidad funcional del edificio moderno, sino que instituye un nuevo régimen de movimiento, anonimato y estratificación social en la circulación urbana. Lejos de ser un mero dispositivo mecánico, el ascensor condensó muchas de las tensiones de la modernidad: la aceleración, el aislamiento, la eficiencia, la automatización del cuerpo en tránsito.

Desde su implementación en la segunda mitad del siglo XIX, vehiculizó la construcción en altura o, como señala Stephen Graham (2016), “abrió la frontera vertical para la construcción en altura” (p. 126) revolucionado la concepción, el diseño y la habitabilidad de los edificios, especialmente de los rascacielos. El ascensor se convirtió en una “verdadera máquina para construir ciudades” (como lo describe Ryan Sayre, citado por Graham, 2016, p. 126). Uno de los primeros historiadores de los rascacielos, Francisco Mujica dirá en 1891: “Toda la historia de los rascacielos contiene un homenaje a los inventores del ascensor” (citado por Bernard, 2014, p. 18). Antes de su invención en 1854, la altura de los edificios habitables estaba limitada por la capacidad de las personas para subir escaleras, con un límite prevaleciente de seis pisos para hoteles y edificios comerciales (Bernard, 2014). El límite no estaba en las técnicas de construcción, que permitían construir edificios de 8 o 10 pisos, sino en el esfuerzo humano de subir escaleras: “La mayor fuente de incomodidad física en los edificios grandes –la subida a pie de numerosos tramos de escaleras– generó una nueva forma ur­bana. Cuando se eliminaron los rigores de la subida vertical median­ te la tecnología del ascensor, nació el rascacielos” (Sennett, 2004, p. 371). La escalera, que antes era el principal medio de acceso vertical, fue relegada a un segundo plano, convirtiéndose a menudo en una mera ruta de escape (Bernard, 2014). Como indica Sennett (1994): “Estamos tan acostumbrados a los ascensores que no percibimos con facilidad los cambios que nos han provocado en el cuerpo. El esfuerzo aeróbico del ascenso ha sido sustituido en buena media por la inmovilidad” (p. 371).

Como analiza Andreas Bernard (2014) en su historia cultural del ascensor, este artefacto es una tecnología de movilidad vertical que pone de relieve el importante rol del movimiento en la producción del espacio urbano en altura, y su impacto en la arquitectura interior de los edificios. La invención de los frenos automáticos de seguridad por Elisha Graves Otis fue un momento decisivo que eliminó los rigores de la subida vertical y pavimentó el camino para la proliferación de rascacielos desde que se implementó para el uso de pasajeros en 1857. El invento de Otis (el freno) consistía, en rigor, no en la elevación o el descenso del artefacto, es decir su movilidad vertical, sino en su inmovilidad: detenerse de manera segura.3 Esta innovación fue crucial porque eliminó el temor a las caídas, que era una preocupación importante en la época, especialmente debido a los accidentes en la minería. La demostración de Otis infundió confianza en un principio de suspensión que hasta entonces se consideraba inestable. Otis presenta su invento en la Exposición de la Industria de todas las Naciones en el Crystal Palace Nueva York en 1854, sin embargo, desde los tiempos de los romanos existieron elevadores y de hecho, en las décadas posteriores a la demostración, el inventor Otis Tufts y su “Ferrocarril Vertical” patentado en 1859 fueron inicialmente más reconocidos. En la década de 1870, la máquina a vapor para la tracción del elevador dará paso a las máquinas hidráulicas (Al-Kodmany, 2015).

En términos arquitectónicos, Bernard (2014) señala que el hueco del ascensor (shaft), que antes era un elemento insignificante, evolucionó hasta convertirse en el núcleo estructural del edificio. Esta “hueco vertical” influyó profundamente en los planos de los nuevos edificios, haciendo que la linealidad del canal de transporte se aplicara a toda la organización del espacio interior. Los laberínticos pasillos y escaleras sinuosas fueron reemplazados por una distribución clara del espacio, comprensible de un vistazo. El ascensor introdujo una regularidad en la estructura de los pisos y una identificación más precisa de la ubicación. La invención de ascensores seguros y la aparición de tecnologías de construcción con estructura de acero y nuevos metales como el aluminio fueron cruciales para la viabilidad de edificios más altos (Graham, 2016).

Actualmente, se realizan miles de millones de viajes en ascensor al día. El transporte vertical se ha convertido en una infraestructura vital para las ciudades, y su eficiencia es un componente crítico en el desarrollo de edificios altos (Al-Kodmany, 2015; Graham, 2016). Como indica Al-Kodmany (2015), en las últimas décadas, los ascensores han experimentado notables innovaciones tecnológicas (como sistemas sin sala de máquinas, motores sin engranajes, cuerdas de fibra de carbono o controles inteligentes por destino) que han redefinido la movilidad vertical en los edificios altos. Estas mejoras no solo han incrementado la velocidad y eficiencia energética, sino que también han optimizado el uso del espacio y la experiencia del usuario. Entre los avances más relevantes se encuentran las tecnologías regenerativas que recuperan energía durante el frenado, las nuevas cuerdas ultralivianas que permiten alcanzar mayores alturas, y los sistemas inteligentes de control que reducen significativamente los tiempos de espera. Estas tecnologías han sido implementadas en rascacielos emblemáticos como el One World Trade Center (con ascensores de alta velocidad, guías computarizadas, compensación de presión y sistema de despacho por destino), la Shanghai Tower (con los ascensores más rápidos del mundo, sistemas de control de vibración y freno cerámico de emergencia), el Burj Khalifa (con ascensores de doble cabina, zonas de sky lobbies y sensores de balanceo), el futuro Kingdom Tower (con el sistema de cuerdas de fibra de carbono UltraRope y conexión inteligente con smartphones) y la renovación del histórico Empire State Building (con motores gearless, sistemas regenerativos y cabinas con iluminación LED). Estas tecnologías no solo posibilitan la construcción de edificios más altos y sostenibles, sino que también transforman el diseño arquitectónico y urbano, al integrar soluciones que priorizan la eficiencia, la seguridad y el confort. Mirando hacia el futuro, se están desarrollando sistemas de levitación electromagnética (maglev), como el proyecto MULTI de ThyssenKrupp, que permitiría el desplazamiento de cabinas tanto vertical como horizontalmente, sin cables, y con múltiples unidades circulando en bucle continuo. También se exploran ascensores solares y sistemas de “energía positiva” capaces de generar más electricidad de la que consumen, lo que abre nuevas posibilidades para una movilidad vertical más autónoma y sustentable.

Si bien la construcción en altura hasta el día de hoy parece indisociable del ascensor, es decir, de un artefacto de movilidad cuya velocidad parece corresponder con la distancia (altura del edificio) cada vez mayor a recorrer, es menos directo y determinante que otras tecnologías de movilidad estén asociadas a esta verticalización. Brooks (1997), en su análisis del New York Subway, afirma que esta infraestructura de movilidad era funcional tanto para los planes de una ciudad vertical y concentrada como paras las ideas del civic art de una ciudad plana y extendida. No obstante, como hemos observado en las imágenes de la ciudad futura imaginada por urbanistas y las representaciones sobre la verticalidad producidas por las infraestructuras de movilidad como el subterráneo, no solo existe una correspondencia entre el crecimiento hacia abajo y hacia arriba de la superficie sino una lógica de estratificación. Dicha segregación no es solo distanciamiento o segregación social, como se analiza bajo el concepto de urbanismo vertical, sino que responde a otras formas de ordenamiento espacial cuyas raíces, sostenemos, se encuentran en la noción de circulación.

 

Circulación urbana

Desde la perspectiva de la movilidad, comprendemos a los flujos (de personas, dinero, recursos, alimentos, energía, información, agua, desechos, etc.) cumpliendo un rol central en la producción del espacio urbano y no como un derivado de éste. En la modernidad, estos movimientos fueron concebidos bajo el concepto de ‘circulación’. En rigor, podemos decir que el término fue una idea-fuerza (Baczko, 1991) ordenadora del espacio urbano moderno. Esta idea-fuerza encuentra sus raíces en los discursos médicos y biologicistas del siglo XVII, y luego es introducida al campo de lo urbano por los pensamientos higienistas y reformistas europeos que, hacia el siglo XVIII, toman prestados los descubrimientos sobre sistema sanguíneo y respiratorio para tratar a la ciudad como un organismo vivo (Sennett 1994). En este pasaje, los términos “venas y arterias aplicados a las calles de la ciudad buscaron modelar el sistema de tráfico sobre la base del sistema sanguíneo” y por lo tanto “si el movimiento en la ciudad se bloquea en cualquier lugar, el cuerpo colectivo sufre una crisis de circulación así como un individuo sufre un ataque de apoplejía cuando una artería está bloqueada” (p. 256). Desde el siglo XIX se convierte, junto a la higiene y la estética, uno de los principios del urbanismo moderno: la circulación del aire como la entrada de la luz se unía al flujo del tráfico como funciones vitales del organismo urbano. Paralelamente, las ideas de Adam Smith sobre la “fácil circulación del capital” y el trabajo se tradujeron en la necesidad de que las ciudades funcionaran como sistemas económicos fluidos, donde el dinero actuaba como la “sangre del estado”. En su visión, esta circulación económica era como una fuerza que dignificaba el trabajo y conciliaba la independencia individual con la interdependencia social, haciendo que las ciudades diseñadas para la circulación fueran económicamente viables y ofrecieran posibilidades de libertad individual (Sennett, 1994).

Papayanis (2004) sostiene que estas ideas se vuelven fundamentales para la planificación urbana moderna a través de lo que denomina una “ideología de la movilidad”, expresada en las reformas parisinas de mediados del XIX llevadas a cabo por Haussmann, las cuales priorizaron un “sistema circulatorio y respiratorio” para la ciudad, con un enfoque principal en el flujo de tráfico y la ventilación. Como es sabido, estas intervenciones no solo buscaban la eficiencia, sino también el control social, utilizando las nuevas arterias urbanas para facilitar el movimiento de tropas y, al mismo tiempo, segregar o “penetrar” los barrios más desfavorecidos. La capacidad de la producción y el capital para circular libremente era un requisito fundamental para el éxito capitalista y para la seguridad del estado, especialmente frente a la creciente población y el temor a la agitación social (Harvey, 2003; Papayanis 2004; Sennett, 1994).

No obstante, la circulación como un eje organizador de la planificación urbana, según Papayanis (2004), puede rastrearse antes de las reformas Haussmanianas. La preocupación por la circulación y el movimiento como elementos vitales de la vida parisina ya era evidente en la década de 1820, aunque aún no se había reducido a ser el elemento central y subyacente de la vida urbana. Chabrol de Volvic, prefecto del Sena (1812-1836), defendió una visión dinámica de la ciudad como un sistema circulatorio conectado a una red nacional de movimiento y tráfico (Papayanis, 2004, p. 80). Su plan para la reforma de las calles buscaba un sistema circulatorio eficiente para la salud pública, el éxito comercial y la seguridad, priorizando las “grandes rutas de comunicación” (Papayanis, 2004, p. 81). Otro exponente fue el arquitecto Patte. Este urbanista del siglo XVIII fue fundamental en la exploración del concepto de circulación en la disposición física de las ciudades. En su obra Memoires sur les objets les plus importans de l'architecture, enfatizó la materialidad de la ciudad y la necesidad de una infraestructura que permitiera el flujo libre. Propuso calles pavimentadas y anchas, divididas para peatones y vehículos, y deseaba que los malecones y puentes estuvieran libres de obstrucciones para facilitar no solo el tráfico, sino también la circulación de aire y vistas estéticas (Papatanis, 2004, p. 25). Patte abogó por una planificación urbana integral, anticipando la visión de la ciudad como un sistema circulatorio funcional. En efecto, hacia 1840 comenzarán a pensarse los ferrocarriles subterráneos para París, junto con el alcantarillado y otros flujos, como un modo de reorganizar el espacio de circulación urbana, en consonancia con las pruebas de los ingenieros victorianos como Brunel en Londres, quien construyó el primero túnel subterráneo para peatones y carruajes bajo el río Támesis.

En síntesis, la circulación emerge como un principio ordenador de la ciudad moderna que permite pensar en redes de flujos (infraestructuras) que producen lo urbano o networked cities (Tarr y Dupuy, 1988). Como hemos visto en el modelo de Hènard, los edificios en altura están integrados a estas redes que garantizan el funcionamiento del metabolismo urbano, porque son espacios servidos por éstas. En este sentido, argumentamos que la organización vertical del espacio urbano no puede separarse de la lógica circulatoria que estructura la ciudad moderna. Como señala Richard Sennett (1994), la circulación se convierte en un principio organizador que distribuye funciones y sujetos, reduciendo la fricción del contacto social. Esta idea-fuerza o “ideología de la circulación” –parafraseando a Papayanis (2004)–, la cual es un componente clave del urbanismo técnico del siglo XIX, persiste hasta el presente. No se trata solo de moverse más rápido, sino de racionalizar los desplazamientos como una forma de gobierno del espacio y del tiempo que evite la congestión. Como señalan López Galviz y Zunino Singh (2012) la segregación de los flujos en capas o layers se ha convertido principio garante de la circulación urbana. Y, como hemos, visto esos layers se extienden bajo el suelo de la ciudad, pero también hacia arriba.

Conclusión

La indagación del espacio subterráneo de la urbe moderna nos permite pensar la ‘ciudad vertical’ no solo como el crecimiento en altura de los edificios, sino como un mismo proceso que se extiende hacia arriba y debajo de la superficie, como espacios relacionales. El concepto de “urbanismo vertical” se vuelve útil para este tipo de mirada complementaria entre el arriba y el abajo. La perspectiva de la movilidad nos permite comprender que dicha verticalización contiene, en buena medida, una dimensión móvil: el ejemplo más evidente es el del ascensor, en las imágenes de la ciudad futura, hemos visto que la aceleración del tráfico y la estratificación del movimiento en capas es complementaria a los rascacielos. No obstante, siguiendo a David Pike, sostenemos que el vínculo entre la edificación en altura y los espacios de movilidad es también conceptual, si entendemos por verticalidad no solo la dimensión físico-espacial sino como principio de racionalización del espacio que ordena, pero distancia y segrega. Dicho orden estratificado puede explorarse en la noción de circulación, entendiendo que la movilidad produce espacios, es canalizada y conducida por layers verticales.

Finalmente, en su noción de urbanismo vertical, Harris reivindica una mirada etnográfica que recupere los modos en que las personas habitan el espacio tridimensional en su materialidad ordinaria, porque el orden espacial siempre puede ser resistido o subvertido, o resignificado. Sin embargo, aunque la etnografía ofrece herramientas valiosas para captar esta dimensión encarnada, sostenemos que no es suficiente para comprender cómo se construyen los sentidos del espacio a lo largo del tiempo. Aquí es donde la historia cultural urbana puede contribuir de forma decisiva, al reconstruir las matrices simbólicas, técnicas y normativas que moldearon las formas de circulación y estratificación vertical. En qué medida ideas y valores sobre el confort, la velocidad, la eficiencia e incluso la higiene modelaron esos sentidos. Resta, por lo tanto, seguir indagando historiográficamente sobre los imaginarios técnicos, planes y proyectos urbanos, el espacio concebido y construido, pero también sobre el espacio vivido, las prácticas y sentidos nacidos de la experiencia cotidiana, y las representaciones que modelan la cultura de la ciudad vertical.

 

Notas

1 Mi investigación se ha centrado en la historia urbana y de la movilidad de Buenos Aires, desde una perspectiva cultural y transnacional –actualmente, sobre el subway americano y los metros latinoamericanos.  

2 Este trabajo fue presentado como ponencia en el I Congreso HiCA. Historia de la construcción en altura, octubre 2024, FAU-UNLP

3 El mecanismo de seguridad de Otis utilizaba un resorte de ballesta plano que, mientras la cuerda de izaje estaba tensa, permanecía flexionada. Sin embargo, si la cuerda se rompía, el resorte se aplanaba y se enganchaba en unas muescas cortadas en los rieles guía, deteniendo la plataforma y evitando su caída libre.

Referencias

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Dhan Zunino Singhe

Licenciado en Sociología. Doctor en Historia. Profesor adjunto en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Investigador Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Instituto de Estudios sobre la Ciencia y la Tecnología (IESCT) (UNQ). Roque Sáenz Peña 352, Bernal, Buenos Aires, Argentina (B1876BXD).

dhansebastian@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-3694-8659

Recibido 29 de julio de 2025                           Aceptado 3 de noviembre de 2025                 Publicado 1 de diciembre de 2025

 

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